Desvanecido

Desvanecido

No se oculta, está ahí con su luz.
Por su culpa los ojos perdieron las pestañas.
Ni reina sola ni esconde su cruz.

El sol me hablaba para mostrarme la luz que nunca antes había visto a causa del cansancio o de la oleada de encierros forzosos o por poner mis ojos en una sola cosa a la vez. Me molestaba un poco porque, si no estás acostumbrado a llevar los sentidos a las cosas que importan, puedes resultar incomodado por la forma en que se dirige el mundo hacia ti. Sí, el mundo -o lo que sea que signifique lo que está más allá del cuerpo y su sombra- me había gritado un par de veces antes; pero suelo tener la atención puesta, tan fijamente, en lo que el tono de mi voz precede. Mi voz y yo, yo y mi voz sin que nada más inquiete nuestra interacción. El sonido y su luz sin mis ojos ni las cavidades de mi cráneo con su masa buena.


Mi madre habría dado por supuesto que <necesitaría lentes para evitar la molestia de la luz> y yo habría objetado cualquier recomendación inargumentada. Es que estaba ahí, estuvo ahí: invisible y envolvente. Algo en la luz maravillaba hasta el punto que contaba historias, dibujaba imágenes (suprarrealistas, megarrealistas, hiperrealistas sobre las superficies y, al mismo tiempo, surrealistas en la intimidad de mi cerebro despertante), cosquilleaba la intemperie, invadía los indicios de oscuridad, creaba unos colores y resaltaba otros. Colores como los que no ve el lente de mi cámara ni interpreta mi computadora. Esos mismos colores que son plausibles aun sin la defensa de su reconocimiento en un círculo cromático más o menos arbitrario. La luz. Descompuesta.


La luz era luz sin mis ojos para siempre. Pero ahora la podía ver en difuminaciones imperceptibles cual bilis. Verla era sentirla y sentirla era verme. Sin más voz, sino con la insistencia en su prolongación. Luz la llamo para atravesar mi interrupción de ella. O para despertar de tanta conciencia. Con la luz, descubrí que estaba creciendo para morir pronto. Y miré para todos los lados después de escuchar al sol y me miré a mí, que me veía a mí en un reflejo de mí que se perdía sin mí. Éramos yo-todos de luz sin recipiente, replicando en el fin sobreacogedor. Pronto entendería mis límites entre la imaginación y la realidad. Entre los colores de la ráfaga que no se ve, que no se entiende con los globos enterrados en la cavidad ocular. Sensación imperceptible; recurso de lo absurdo. 


Durante el diálogo con el sol, la noche se tumbó sobre mí con su helaje seco. Solamente un aro múltiple desde la obscuridad celestial inmensa me persiguió para regalarme su estética. Me quedé con su morfología dentro de suaves ideas que pronto reemplazaron el juramento del prisma refractario. Los ojos no sirvieron más. Mas las imágenes inalterables fosilizaron aquella insistencia necia. Un grito y manos que aprietan las sienes intentan nublar esta inestabilidad; pero no deja de propagarse el sudor. Horas eternas, sonidos intensos para la fuga de la calma. Aparecieron las alucinaciones predictivas junto con el miedo al mundo que hacían merecer. En la ausencia de la luz, del color, de la perspectiva que recreé perdí cualquier noción. El día: volátil. La luz desvanecida mutiló mi ser.   

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