El apocalipsis del demonio

El apocalipsis del demonio

Andando por una calle bien iluminada y sin ganas de detenerme, quise que las suelas de los zapatos se fundieran con las plantas de mis pies. No sentía cansancio, ni fatiga, ni hambre. Tampoco tenía pensamiento alguno, ni siquiera pensaba en no pensar ni en quererlo hacer. La calle, larga, no tenía cruces. Cualquiera de sus habituales peatones estaría bajo algún techo: sin frío, sin sentir la noche. Era yo solo.

No soy consciente de cuántos kilómetros anduve y aún me pregunto cuándo me detuve, cuya respuesta más acertada sería tan similar a lo siguiente: únicamente después de morir.

Aún sigo teniendo vida, pero después de esa noche debí guardarle luto a la mitad de mis apellidos, a mis callos y a mi espíritu podrido. Todo eso quedó entre la sombra luz artificial de la luna y la humedad de la respiración exhalada. Con cada siguiente alba descubro la magnitud de aquella noche sobre mí, que lejos de haber sido un final tempestuoso, se convierte en una reminiscencia tan afable como gélida de un poder que solamente poseo yo.

La misma escena se repite con cierta frecuencia irregular y determina cuánto sonreiré el día siguiente. Así, es como recuerdo mi debilidad humana, inconfundible ante cualquier intención de querer entender el reconocimiento de mi espíritu. La fortaleza o debilidad de este, lo hacen fuerte según sea la situación: mi hipocresía más íntima me mantiene concentrado en el mundo real. Así, es como miro a través de los ojos de los demás para no enloquecer en sus instintos crueles. 

Ahora, se me hace fácil dominar mi mirada débil. Reconozco mejor que tengo un corazón y, sobre todo, que mi corazón está cargado de voluntad, deseos, y lados flacos; aunque no se lo demuestre a nadie. Vivo más convencido de lo que sé y puedo, simplemente porque ya no me hace falta la aprobación de nadie para seguir el camino. Solamente los perros pueden oler mi espíritu escapado, reído, lánguido, rendido; pues es algo que escapa a la vista de ojos injustos en tanto cobardes.

La muerte se siente como el renacimiento. La muerte es lo que le abre paso a la luz del sol en la mañana con la invisibilidad de las estrellas. Ahí es cuando el demonio se desespera siempre, pues se convence de la humildad que le gana. Su apocalipsis es la espada de tolerancia. Ese demonio interno entendió hace mucho tiempo la necesidad de acomodar el mundo al revés sin seguir los pasos de nadie. De todas formas, él sabe que reencarna de vez en cuando en la inmortalidad de mis pensamientos. Entonces, revela que ha aprendido a confrontar inteligentemente las manías obstinadas de gente con visión pobre, de aquellos que creyendo tener la última palabra intentan hacerme daño a cualquier precio. 

Después de un tiempo en el que estuve perdido, me pregunté si sería capaz de dejar mi lugar y mi vida. Cualquier cosa puedo dejar, excepto mi risa y mi sonrisa. El demonio muere allí, donde tu gusano no nace de mi carne y él se pudre por sí solo mientras que yo vuelvo a nacer.



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