Mentir y morir

Mentir y morir

Se perdió la vida en un juego anormal, psicótico, enfermo, destructivo. No hubo calamidad suficiente para destruir lo hecho. Tampoco la habrá. Antes, hubiera sido necesario destruir lo dicho, que quedó escuchado, que fue recordado, que se repite aún en el subconsciente. Y ya hecho, todo acto es venerado en su misma consumación.

La mentira fue el arma más fulminante, el alma fue siempre el objetivo.
Cualquiera podría tener, ante ellas, las mejores defensas. Aunque, hasta el más fuerte llega a estar vulnerable, vulnerado, indefenso, envenenado, fulminado, muerto, enterrado, desaparecido, olvidado.

Cuando el destino es el fin, todo acaba. Como el eco, como la luz, la risa, la orientación o el fluido de la sangre por las venas. Como la tormenta o como la calma con la que ella misma cesa.
La verdad también deja de tener sentido y está condenada a desaparecer, hasta que la mentira no tenga razón de ser y también a ella se le dé un final. Pero para cuando quiera acabar, todo habrá sido destruido. Así: sin intermitencias, sin piedad, con rigurosidad. Libre hacia la condena de quienes la dicen y la escuchan.

Una vez que la mentira ha sido pronunciada, limita la calma y ahoga la paciencia. De ahí que, entre pocos golpes restantes, la sentencia no sea más que una cierta y cruel: quienes mienten para vivir están condenados a la muerte eterna.

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