¿Vida?


¿Vida?
 
Entre largas pausas de relojes oxidados se ha ido la vida buena. Ahí, en el tiempo detenido, ha quedado vacía, pesada, amargada; con ganas de hacer retroceder las manecillas, pero ellas pesan más. Como si hubiera sido la cara de la sombra, la vida ha evitado, a toda costa, el peligro, el murmullo y las aventuras nuevas.

El resumen de esa vida rutinaria se centra en uno de tantos monólogos, muerto y enterrado entre representaciones desechadas. Con pena, las pocas líneas consumen el relato pobre. Con ligereza, el tiempo andante consume las horas restantes y el sonido mismo de la vida, la última respiración, las ganas de empezar de ceros, las representaciones más simples y complejas sobre el trascurso mismo del tiempo e, incluso, la condena prematura de muerte. El monólogo guarda cara de debate parlamentario de tercer mundo: aburrido, grabado en un casete de cinta machacada, que ahora se hace imposible de oír nítidamente. ¿Cuántas palabras contiene el resumen, qué tan coherente se hace después del primer signo de puntuación?  Ay, la queja. Oh, el lamento. Los maravillosos cambios negados. Ay, la burla a la vida. Oh, la dignidad imperturbada.

La vida, cuyo relato no contiene ambigüedades ni bifurcaciones, se torna cada vez más triste. Nunca ha pasado límites, cumple todas las reglas, no se atreve a hacer activar alarmas ni a tomar nuevos vientos; tampoco se preocupa por aventurarse en caminos inciertos de destinos dudosos -más que rocosos- entre abismos de decisiones jamás arriesgadas.

Queda una última oportunidad a pocos kilómetros de una curva muy peligrosa, cuya emoción explícita agrega escasos instantes de supervivencia. Ese es el picantico que siempre hizo falta para sentir la adrenalina corriendo por las venas y hacer reventar el corazón. Tomarla implica conocer el valor del riesgo, una vez que se enfrentan las cargas con coraje, como si el instinto animal se apoderara de la toma de decisiones para mejor actuar calculante, milimétricamente; sin pensar, pero haciéndolo todo bien.

No se pierde la piel al actuar contradiciendo las costumbres. Tampoco se traga la tierra a los avergonzados. Ni se pierde la esencia individual en la retrospectiva del error cometido. Es más importante haber podido intentar los cambios que la vida siempre necesitará, esos que, en particular, la cobardía pone siempre en negación. Entonces, el aire detiene el tiempo. Esta vez, solamente para alargar la magnitud de los logros. Se aprende, con la obstinación de la monotonía, que hay una vuelta atrás que no se puede tomar: la pereza de la peregrinación natural de las especies. Ir andando sin fronteras ayuda a saciar el hambre.

Si expirada, la vida se convierte en un espejismo difuso ante cualquier manifestación (ir)real, habrá sido el vertedero de los desagües de la inmediatez y el aburrimiento. La vida buena siempre se recuerda; la otra, se pierde rápidamente aun en el tiempo lento, como graffiti de pueblo fantasma o cementerio de espíritus en pena.

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