Los Tontos del "amén"

Sobre una balanza de estrategias, que calcula la ingenuidad en contraposición con la soberbia, hay tontos desdichados, calificados para caer. Se escucha mugir la rebeldía que sin cobardía alude a repetir los hilos de una narrativa opresiva. ¿Quién se pierde solo? ¿Alguien intuirá la trampa? ¿Podrán ganar las malas intenciones? A decir verdad, esto no se escribe en una novela ficticia; por el contrario, se refiere a aproximaciones constantes de las realidades de cada tiempo. Esto es mío, es de todos; pero también es del nadie que nada dice, nada dijo, todo calló, perpetuó la miseria de la mentalidad pobre y vulnerable escondida detrás de un rostro de sonrisas fingidas y practicadas para cada situación con aquél primero: con el tonto.

Bajo una tumba de sacramentos ajenos se ritualiza la moral. Es un arma sin instrumentos de valor, que poco vale y mucho entretiene. En sus devenires no existe reflexión alguna sobre los demás. Si es más fácil acribillar, entonces una espada de argumentos baratos le pisará la cabeza a cualquiera; aunque no logre concebir la destrucción total. Si esos sacramentos fueran secretos, sus practicantes ya serían inmortales. Sin embargo, a los demás nos gusta jugar el papel de victimario y los acompañamos en su crueldad. Al fin y al cabo, siempre hemos preferido mirar por encima del hombro antes que tender la mano y ensuciarnos del lodo que le arrojaron a la victima. No nos queda fácil desvirtuar sentencias apresuradas -en tanto falsas-, pues no nos gusta discutir ni llevar la contraria como si el entorno y sus agentes fueran ajenos a nuestro aire.

Entonces, nacen los días seguidos de las noches, en un círculo con una complejidad de perspectiva situacional. Pareciera que fuera blanco o negro, un positivo o un negativo, verdadero o falso, principio o fin, sensato o torpe, recto o curvo, presente o ausente, vigilante o despistado, nuevo o repetido, ambiguo y ambiguo. Pareciera y lo es. Y resumido a la perspectiva, nos convertimos en carentes de convicción o clamadores de fe. Así que la única opción queda siendo el escape a la tortura minimalista y propia para exponernos al escrutinio público de la vergüenza que otros no sienten.

¡Caramba, existe la trampa! Ojo: hay quienes predican lo fortuito de la irreverencia agonizada, otros profetizan un advenimiento dudoso, hay quienes pregonan mentiras propias, etc. Ya está claro que cualquier cosa es posible, frecuente y siempre hay algo de malo en ello. Aún así, no le tememos a la pastora inclinada de mano corrupta. Si bien, algo advierte de un destino incipientemente perdido, nos permitimos ser acosados y dolidos. Quizá lo peor sea que no ponemos resistencia a ser heridos, porque de hecho pedimos con gran masoquismo ser castigados sin más criterios que la casualidad o la coincidencia. En todo ello, hay -además- cierta reverencia a la idolatría de presencias enyesadas. Ahí se crea el lenguaje de todo lo anterior, en cuyo fundamento se entrevé una amplia gama de acentos burlones; que a su vez, permitirían descifrar las serenatas ensordecedoras de las multitudes hipócritas.
Si nos permitimos seguir viviendo con temor, perderemos por completo lo que alguna vez se nos entregó: la convicción de ser libres luchando en contra de un manojo de rezos para figuras de barniz o mármol. La mayoría de nosotros no se termina de convencer que podemos escapar fácilmente a los rótulos e impedimentos de la multitud morronga, impensante. ¿Cuál es la opresión que cada uno es capaz de soportar? ¿Cuándo no es válido levantar la voz? Una institución o la otra (¿hasta cuándo las dejaremos de ver desligadas, como si no tuvieran sus lazos manipuladores sobre la mesa del té?) manejando nuestras reacciones sin remordimientos por nuestro dolor. ¿La ceguera no nos deja ver hacia cual lado se inclina la balanza?

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