RELATOS

Relatos


Hola, soy Chela. Soy una mujer llena de amor, de espíritu, de humildad y buen humor. También tengo muchas historias que contar. La historia que cuento con más ganas es la de mi vida amorosa. O mejor le llamaría: tormento pasional. Sí, tal como otras mujeres de esta sociedad, viví durante muchos años la opresión, la crueldad de alguien que creía que conocía.
No me considero vieja. Creo que mis ganas de vivir me hacen sentir muy joven. A mis cincuentaytantos, las únicas experiencias cercanas a la muerte me las provocó mi expareja. Por su culpa, llegué a detestarme a mí misma y a sentir desprecio por otras personas. Un mal día, decidí que solamente yo me ocuparía de mi fin. Paradójicamente, ese día, descubrí que podía dar pasos sin el sostén de nadie más. Ese fue mi momento de repensar mi propósito en este mundo. De repente, vi mi destino, me vi a mí siendo capaz de respirar, viendo las estrellas con gratitud por su brillo, considerando otras opciones.
Yo soy más de lo que yo creo que soy o puedo llegar a ser. Merezco mi vida y lo que cualquier otra persona me quiera arrebatar.
Desde entonces, olvidé los golpes sobre mis carnes, las palabras filosas y los malos deseos por quienes me han herido. Porque en este mundo, únicamente yo tengo el poder para apagar el fuego que me quiera quemar.

Soy Lorenzo, tengo 59 años, soy viudo y padre de un hijo y una hija. Ella está a punto de terminar de pagar una condena, la misma que me liberó a mí. Mi hijo, en cambio, prefirió alejarse de nosotros cuando todo sucedió.
Todavía se me hace difícil contener el llanto. Si pienso en aquel día, todo vuelve a derrumbarse.
Así pasó: llegué a la hora de siempre. En casa estaban los niños y mi señora, que en paz descanse (yo la perdono). Colgué mi abrigo, me lavé las manos y desde la cocina escuché los quejidos que venían del ático. Subí a toda prisa; no me di cuenta en qué momento subí. Tuve que forzar la puerta. La escena me parecía absurda, tal vez irreal. La mujer que yo amaba había torturado durante años a nuestro pequeño. Jamás lo había querido creer. Prefería pensar que era bastante amargada o que sentía mucha carga en su papel de madre; por eso aceptaba sus maltratos, porque creía que me usaba como canal de liberación de su pena. La verdad es que mis hijos también sufrieron hasta el momento en que Jovana le destrozó la cabeza con el bate preferido de su hermanito. He permanecido incondicional a ellos, así como no he sido capaz de tener otra relación de pareja. Porque sufriré mi duelo solo hasta morir. Uno también sufro y nadie le cree.

Soy Lilibeth. Tengo cicatrices en mi pecho y en mi espalda. Tras ocho años de relación, me dije que no aceptaría más el maltrato psicológico. Con mis corotos, guardé también mi tranquilidad y aseguré mi paz emocional. Pero él, quien hacía mucho tiempo que era parte de mi familia, convenció a todos de que yo aceptara verlo. Había escondido una navaja en su cachucha. No tuvo reparo del lugar ni de la multitud. Aunque yo había tomado precauciones y puesto condiciones antes de que nos encontráramos, todo fue en vano. La gente de la cafetería donde le pedí que nos viéramos, miró con morbo. El primo mío que me acompañó recibió un corte tan letal, que terminó en cuidados intensivos. Seis meses después de lo ocurrido, sigo yendo a terapias y a chequeos. En cambio, él anda por ahí, muy fresco. En su novia de turno, veo el dolor que yo reflejaba en mi rostro. 
Nadie hace nada. ¡NADIE HACE NADA! Me desespero cuando recuerdo mi vida con él; pero me desespera más que la gente vaya por ahí con una venda que se ponen ellos mismos, solamente para no hacer nada. Mientras tanto, se suman más personas a las listas de las víctimas. Y me pregunto: ¿dónde queda el deber moral, la compasión, la empatía? ¿Alguien sabe qué es solidaridad o tender la mano? ¿Quién dejará de hacerse el ciego? ¿Cuándo?



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